lunes, 16 de septiembre de 2013

Solo un momento de felicidad.

La brisa marina besa mis mejillas logrando que mis párpados se hundan en un sueño repentino, el aire tan liviano infla mi pecho y desaparece poco a poco regresando mi cuerpo a su forma original. Está amaneciendo y por fin después de mucho tiempo me siento libre. Es posible que esta sensación como la percibo solo dure unos cuantos minutos antes de volver a entrar en una realidad que me limita y aprisiona. Regresar a la rutina diaria es una forma más de ver como muero lento produciendo acciones que no me apasionan, desperdiciando mi única vida sin lograr nada. 

Recuerdo que cuando era joven siempre pensaba en cambiar al mundo, ser la persona que estuviera en todos los libros de historia universal como un héroe para la humanidad. Que ingenuo era y más aún porque pensaba que iba lograr tan semejante hazaña con tan solo beber tequila los sábados por la tarde en algún restaurante fino al que me llevarán mis padres. En la preparatoria me creía el más inteligente y siempre aseguraba que las calificaciones no reflejaban la inteligencia de un individuo, ciertamente me equivocaba. Poco a poco me fui dando cuenta que los día que desperdiciaba tomando o haciendo fiesta eran días que cavaban la propia tumba de mi sueño tan anhelado y con él yo moría poco a poco sin darme cuenta.

Recuerdo que caminando, en mi último año de universidad, por la calle crucé un asilo y observe a los ancianos de arriba a abajo, como si fueran animales, examinando las principales características de cada uno de ellos y despreciando sus arrugas. No me volví a enfrentar con esa aterradora escena en los próximos cinco años cuando ya había concluido con la actividad estudiantil y me encontraba laborando en un puesto de comida rápida. 

Mi vida había dado un giro impresionante en un lustro. Después de terminar la universidad, con uno de los más bajos promedios, en la licenciatura de administración de empresas mis padres me ofrecieron trabajo en la empresa familiar, yo lo rechacé, una empresa con tan pocas utilidades no eran dignas de una mente tan brillante como la mía, que ingenuo era. Trabaje en empresas grandes con puestos más humildes, mi objetivo era seguir avanzando hasta llegar a la mesa directiva, pero en cada una de las empresa en las que laboraba no duraba más de dos meses. "¡Incompetente!" me llamaban al entregar cualquier trabajo que mi jefe me solicitaba. Poco a poco las empresas me fueron cerrando la puerta y así, después de despreciar una decena de veces ofrecimientos de trabajos de la empresa de mi padre, empecé a trabajar en puestos comerciales, desde tiendas departamentales hasta comida rápida como repartidor. 

Tenía que realizar una entrega en Camarones #97, era un día nublado ideal para pedir comida rápida a domicilio. Tres pizzas grandes y una refresco de cola era el pedido que llevaba en el compartimiento trasero de mi motocicleta. Cuando llegué a la casa toque el timbre, el cliente me abrió, le entregué las pizzas y me las pagó con mi respectivo cambio. Al voltear vi nuevamente después de cinco años el mismo asilo, antes de saber que estaba destinado a ser un fracasado. Me acerque a la puerta y esta vez no miré a los ancianos críticamente sino que parecía que buscaba consuelo en ellos, ahora las arrugas que portaban los ancianos no eran más que el símbolo crítico de la sabiduría que no puede pertenecer a un cuerpo ignorante sin dejar su marca sobre él. 

No hice nada, solamente me senté a su lado y esperé toda la tarde hasta que las enfermeras llevaron a los viejos a su habitación. En ese momento me levante tomé la motocicleta y regresé a la pizzería dónde mi liquidación estaba adentro del bolsillo de mi chamarra que colgaba a un lado de la oficina del jefe. Efectivamente estaba despedido, ahora sin trabajo y con dos mil pesos en la bolsa era mi oportunidad de cambiar.

Tenía que guardar el dinero e ir inmediatamente a mi departamento sucio y desordenada, comunicarme con mis padres y aceptar el empleo que tanto me habían ofrecido, pero no lo hice. Caminé unas cuadras a lo largo de la avenida principal y encontré un bar, lugar de mil batallas y decepciones de los últimos tres años de mi vida, ahora que refrendaba el camino pensé que debía celebrar en ese espacio mi nueva gracia. Entré por la puerta de madera que tenía un pequeño resorte que la regresaba suavemente a su lugar de origen cuando la soltabas, observé el bar pintado con su característico tono rojo oscuro que de sus paredes colgaban cuadros de cervezas y mujeres hermosas, diosas humanas. Tomé un lugar en la barra y me puse cómodo. Pedí una ronda de tequila, y después otra y otra y otra hasta llegar a perder la conciencia. Había perdido la mitad de mi liquidación en los tragos que había tomado. 

Llamé a mis padres y encontraron en mi voz la particularidad del alcohol en mis venas, fueron por mí al departamento que poseía y me llevaron a una casa junto al mar. Ahora mis días se resumen a estar en ese encierro en los que cada día por la mañana siento la brisa besar mis mejillas y sentir como el liviano aire infla mi pecho para después desaparecer y poco a poco regresar mi cuerpo a su forma original. El único momento en el que me siento libre y con los suelos de antes solo unos minutos antes de volver a entrar en la realidad de monótona rutina diaria que me limita y aprisiona, la ignorancia.


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