En el reloj se podía leer la una y media. Era un reloj de madera oscura barnizado en forma de arco, la cara estaba ubicada en la parte superior del artefacto. La circunferencia era de oro puro y los números de metal. Las manecillas se movían torpemente llegando a atascarse y quedar en el mismo sitio repitiendo el mismo movimiento una y otra vez. El reloj se situaba encima de una cómoda de madera oscura barnizada y esta a su vez estaba junto a la cama donde él reposaba tranquilamente esperando que la señora María Eugenia le llevara el alimento.
No era posible para él hacer algún movimiento brusco o sencillo con su cuerpo, era de la clase de hombre que se queda en la cama durante todo el día y noche esperando que algún misterio que la razón no pudiese comprender le permitiera dejar las sabanas blancas y la pesada colcha color café y ser nuevamente libre. Las paredes de su cueva estaban recubiertas del madera oscura barnizada en pequeñas franjas una junto a la otra dejando solamente espacio de diferencia para la puerta que se encontraba al fondo de la izquierda para él.
La utilidad de un hombre así se reduce al cuidado de una persona que esté preparada para soportar la agriedad con la que resuenan sus palabras en los oídos de la humanidad. Pocos son los que dedican su vida ha escuchar las amargas quejas de esta clase de ser. Por supuesto, no debe ningún familiar ser, puesto que esto significaría ser una carga para alguien que funde su amor en la existencia de alguien inútil y cómo osar pensar en ser tal peso soportado. Alguien con la fuerza suficiente para realizarlo nada debe tener que ver con un inservible. Esa persona era María Eugenia.
Originaria de Yucatán, María Eugenia era una mujer de edad avanzada, aproximadamente cuarenta y ocho años. Un diploma de la ENE ( Escuela Nacional de Enfermeras ) la capacitaba para hacerse cargo del viejo. Sus manos eran tan precisas y calmadas que era un desperdicio ocuparla en alguien que no posee control de su cuerpo de ninguna forma, pero la gigantesca fortuna de él que se reflejaba en el salario de María Eugenia era el incentivo principal de perder su tiempo en tal casa tan vieja. Dando una comparación cuantitativa, era tan solo siete veces más el dinero que recibía del aquel inmóvil cuerpo que trabajando en un hospital privado por más tiempo.
María Eugenia llegó por fin con la charola sobre la cual estaban los alimentos de él. Cuando entró los labios se extendieron su boca formando una pequeña sonrisa al viejo y este respondió – ¿Qué traes ahí? – con voz seca y aislada de la felicidad de María Eugenia. La sonrisa se desvaneció por completo y respondió la pregunta de inútil, pero él no comprendió su respuesta y al cabo de razonarla por unos cuantos segundos respondió un ilógico – más te vale que no tenga mucha sal –.
El protocolo para que él indujera alimentos era simple e infantil por la falta de facultades que le impedían ser alguien apto para tarea tan elemental. María Eugenia se sentaba a izquierda de él y le introducía en la boca al viejo el alimento para que lo masticase y sobreviviera por un poco más de tiempo. Pero cuando María Eugenia le acerco suculento embudo y él lo mastico apretando los ojos, después de terminar el bocado, le grito – ¡está frío!. María Eugenia acostumbrada a los insultos del inútil se retiró de la habitación y fue a calentar el alimento.
Cuando regreso no hubo intercambio de palabras en la habitación. En cambio todo se desarrollo muy tranquilo, como principalmente debió de haber pasado. Al terminar el último bocado, él, se volteó hacia Maria Eugenia y dijo con una voz temblorosa – ya no quiero vivir. El viejo siempre contaba una historia sobre la Primera Guerra Mundial después del último bocado con la misma penitencia. El no querer morir para él significaba una vida perdida nuevamente.
Estábamos ocultos en el bosque, esperando que los perros no nos atrapasen ni olieran el rastro de sangre que mi pierna rasgada había dejado sobre las hojas caídas de octubre. Nos Escondíamos Marfil y yo juntos dentro de un tronco podrido junto a un pequeño riachuelo que se había formado por la lluvia de la noche anterior. Marfil era un hombre joven, el mejor de su clase antes de ser raptado por esos desgraciados, tenía todo un futuro por delante, yo, en cambio, solo fui seleccionado al azar y sin razón alguna, solo un conejillo de Indias. Pero a Marfil lo querían para otro futuro. Ya teníamos dos días de haber escapado vivos, pero sabíamos que la búsqueda aumentaba su intensidad mientras los días pasaban, si algún hombre lograba contar lo que habíamos visto Marfil y yo en ese espantoso lugar... Los ladridos de los canes se acercan rápidamente, Marfil y yo estamos inmóviles, no sabemos que hacer. De repente en un acto de heroísmo estúpido Marfil se entierra una rama del árbol podrido en la pierna y sale corriendo, no sin antes decir – huye hacia el otro lado . Marfil sin esperar mi respuesta corrió lo más rápido que pudo distrayendo la atención de los policías quienes daban nuevas ordenes a los canes para que siguieran a Marfil. Cuando el peligro hubo de que me vieran hubo acabado salí corriendo al lado opuesto que Marfil la rodilla me parecía inmóvil, pero aún así seguía corriendo cuando escuché gritos de un joven a lo lejos que estaba siendo atacado por un trío de canes y después de un momento el sonido final que me indicaba que Marfil había sido asesinado. Recorrí tres kilómetros antes de encontrarme con la carretera en donde un grupo de jóvenes parecidos a Marfil me recogieron y me llevaron a casa, vivo.
María Eugenia deslizó la cómoda hacia ella y saco un artefacto puntiagudo que pincho en un cilindro extrayendo todo el líquido en él. Junto su dedo índice con el pulgar para golpear el artefacto varias veces, como si estuviera revisando que no quedarán burbujas adentro de él. Al estar lista sostuvo el brazo de él y lo pincho presionando el artefacto. El reloj seguía sobre la cómoda, se podía leer la una y media. Las manecillas se movían torpemente llegando a atascarse y quedar en el mismo sitio repitiendo el mismo movimiento una y otra vez.
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